Facultad de Medicina, Ciudad Universitaria, Madrid, enero de 1988

Jaime cerró tras de sí la puerta que comunicaba la sala de disección y el depósito de cadáveres con el aula. Recogió las velas y la botella de aguardiente y comprobó una vez más que no se dejaba nada. Se abrochó la cazadora, se colocó la mochila a la espalda y apagó la última luz. Tenía que salir de allí antes de que el vigilante hiciera la ronda previa a marcharse y estaba seguro de que siendo viernes no agotaría todos los minutos de jornada hasta las diez en punto.

Se encaramó a una mesa para poder colarse por el ventanuco al que había desenmarcado la rejilla metálica nada más llegar. Desde abajo parecía más fácil pero cuando fue a saltar, se dio cuenta de que no cabría con la mochila puesta. Empezaba a impacientarse y decidió desencajar completamente la reja, apoyarla en el suelo por la parte de la calle y tirar la mochila fuera antes de salir. Enseguida se vio en el exterior del edificio con la respiración algo agitada por el esfuerzo. A pesar de ser un joven fuerte y atlético, no era fácil subir a pulso y colarse por un hueco tan pequeño, casi sin visibilidad. No había nadie alrededor y estaba bastante oscuro a excepción de las luces que venían de las farolas de la calle principal, perpendicular a la fachada de la que había emergido.

Estaba terminando de sacudirse las últimas telarañas que se le habían pegado al pasar por el estrecho hueco de la ventana y a punto de recolocar la reja, cuando se dio cuenta de que se había dejado las llaves puestas en la puerta. Se maldijo mil veces, en silencio, por si alguien pudiera oírle, y después de tratar de buscar un solo motivo que justificara dejarlas donde estaban y largarse de allí, no le quedó otra más que reconocer que si lo hacía, se vería irremediablemente perdido y no sería más que cuestión de tiempo que lo pillaran.

Tenía que volver a entrar por aquel hueco. Con la oscuridad no pudo ver donde ponía el pie, calculó mal la distancia y cayó estrepitosamente sobre la mesa, volcándola y torciéndose un tobillo. Se levantó intentando no prestar atención al dolor y fue cojeando hasta la puerta de acceso al aula. Sacó las llaves de la cerradura lo más rápido que pudo, con sigilo, como si quisiera compensar el estruendo de la entrada triunfal que acababa de protagonizar, y volvió a colocar la mesa debajo de la ventana para salir. Le dolía terriblemente el tobillo y solo podía apoyar la punta del pie para andar.

— ¿Hola? ¿Hay alguien? —sonó una voz desde lejos.

— ¡Joder! —susurró Jaime.

No había duda. El vigilante había oído el golpe y bajaba a echar un vistazo. No era capaz de hacer fuerza con el pie que se había herido y con el primer salto no solo no pudo sacar ni la cabeza por la ventana, sino que al volver a aterrizar sobre la mesa, se volvió a lastimar y gritó instintivamente. Pensó que ya no tendría nada que hacer cuando, a través de la rendija que quedaba entre la puerta de acceso y el suelo, vio que se encendían las luces del pasillo. La voz volvió a preguntar si había alguien por allí. La desesperación le hizo dar un último salto con más brío, tanto, que la pata de la mesa accidentada se partió definitivamente y el mueble se desvencijó con gran estrépito. Si el impulso no hubiera sido suficiente, seguramente se habría roto la crisma en la segunda caída, pero por suerte consiguió sacar medio cuerpo por la pequeña ventana y reptar para ponerse a salvo del vigilante que ya estaba entrando en el aula.

Lo único que quedó a la vista del vigilante fueron las suelas de sus zapatillas Nike blancas atravesando la pared hacia la calle. El hombre encendió la luz temblando de miedo, consciente de la zona de la facultad en que se encontraba. Afortunadamente, quién fuera que estuviera huyendo no tenía aspecto sobrenatural y a esas alturas estaba prácticamente fuera de su alcance.

— ¡Eh! ¡¿Quién anda ahí?! —preguntó mientras se acercaba corriendo hacia la ventana, todo lo que su barriga le permitía y esgrimiendo una linterna que apuntaba al hueco por donde Jaime acababa de salir—. ¡Eh! ¡Eh!

Jaime no tenía más opción que huir lo más rápidamente posible y meterse en el metro. Se tranquilizó y procuró controlar la respiración cuando vio que nadie lo seguía. No debía llamar la atención de los escasos viajeros que a esa hora viajaban en el suburbano.

Después de tropezarse con uno de los trozos de la mesa que había quedado hecha añicos y comprobar que la ventana había sido forzada y la rejilla estaba en la parte exterior, el vigilante corrió escaleras arriba en un intento absurdo de dar alcance al intruso, del que no quedaba ni la sombra. Con su linterna en la mano, volvió hacia las escaleras que llevaban al sótano, pensando si sería mejor dar aviso a la policía o volver al lugar de los hechos a echar un vistazo y tener algo más que contar a los agentes.

Decidió dar una vuelta rápida. Nada pareció llamarle la atención en el aula y se dirigió a la sala de disección, andando despacio, como si estuviera esperando que alguien lo sorprendiera. El infeliz sudaba profusamente, consecuencia de la carrera que se acababa de dar y del pavor que tenía a esa zona tan lúgubre del pabellón. El motor de una de las calderas de calefacción cercanas arrancó y el profundo y repentino sonido le hizo dar un brinco, seguido de una sonrisa nerviosa de alivio al darse cuenta de lo que era.

Abrió la puerta con sumo cuidado y entró despacio sin apuntar con la luz de su linterna a ningún lugar en concreto por culpa del temblor de sus manos. Olía a una mezcla de productos químicos que su mente asoció necesariamente con la muerte. Con la mano libre palpó torpemente la pared, tratando de encontrar algún interruptor que le sacara de aquella oscura congoja, pero fue inútil. Avanzó ligeramente para iluminar la pared con la linterna y ver si así lo encontraba, cuando la pesada puerta se cerró de pronto, golpeándole en sus rotundas posaderas. El estrés era tan agudo que se le escapó un grito de terror y se percató de que el corazón le latía con fuerza y que su sudor y el ritmo de su respiración no se habían atenuado aun habiendo pasado ya un rato desde la carrera hasta la calle. No traspasaría la siguiente puerta bajo ninguna circunstancia. Detrás de ella estaba la piscina y eso era un territorio que no tenía ningún interés en explorar. Un vistazo rápido a la sala de disección sería más que suficiente para comprobar si había pasado algo.

Jurándose a sí mismo que a partir del día siguiente se prepararía las oposiciones para oficial del Ministerio de Justicia y no volvería jamás a trabajar de vigilante jurado, se armó de coraje y se adentró en la sala, iluminándose tan solo con la luz de su linterna. No veía prácticamente nada pero a partir del sonido de sus pisadas dedujo que se encontraba en una sala muy grande o al menos de techos muy altos y se tranquilizó pensando que sería muy similar al aula que había dejado atrás. En cualquier caso, todo aquello parecía estar tranquilo y no vio la necesidad de perder más tiempo. Debía volver sobre sus pasos y llamar a la policía.

Al darse la vuelta, el chorro de luz apuntó justo a una de las mesas de disección, más exactamente al montón informe que había sobre ella. En ese momento no se le ocurrió qué podía ser aquello y se acercó un poco más. Según se iba aproximando, cayó en la cuenta de que el bulto se parecía mucho a esas bolsas que salen en las películas con un cadáver dentro. Instintivamente, dirigió la luz hacia el resto de la sala y vio que estaba rodeado de ellas. Sintió como una bola de fuego le subía hasta la garganta, se transformaba en un alarido de pánico y se le ponían todos los vellos de punta. Salió de allí lo más deprisa que pudo y subió a la planta superior encendiendo todas las luces que encontró a su paso, sudando y al borde del infarto.

— ¡Que me tenga que pasar a mí esto un viernes y a cinco minutos de irme a casa! —dijo mientras cogía el teléfono con las manos temblorosas para dar parte del suceso siguiendo el protocolo— ¡Mañana me matriculo para las oposiciones! ¡Por la gloria de mi madre!

Sofía Matarranz Escudero - Relato Infantil y Juvenil - Novela

Copyright 2015 | Páginas optimizadas para monitores con resolución mínima 1024 x 768, dispositivos móviles y tablet
Diseño y desarrollo web: Antonio Uruñuela